A veces tengo la exacta certeza de que no me incorporo a la danza por
excesivo respeto a los danzantes, con lo que al final soy yo el que me
respeto insuficientemente. No se trata de algún tipo de abnegación
absurda, sino simplemente del resultado de una compasión inmediata y
poco meditada: siento que a mí no me gustaría que algún otro hiciese lo
que yo rabio por hacer pero al fin no me permito. Pero luego, cabizbajo y
pensativo, entre mis cenizas y mis oscuridades, me remonto
más atrás y más arriba en la nube ascendente de los deseos, de los por
qués, de las razones no manifestadas, de los arrebatos de entraña, y
acierto a llegar a la conclusión de que nadie tiene derecho a pedir a
ningún otro que no entre en “su” salón de baile, porque la fiesta de la
vida está abierta a todos los vivientes, y que lo contrario no es en
modo alguno amor, sino simplemente posesividad mal entendida,
posesividad de lo que nunca podremos poseer, que es el corazón y el alma
de otra persona.
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