lunes, 5 de mayo de 2014

TRES NOCHES CON ELLA

    Una vida erizada de emociones fuertes, retos personales que ir superando y agradables novedades es, seguramente, a lo que la mayoría aspiramos cuando nuestro reloj vital aún no ha dado las treinta vueltas completas, y yo, que en otras cosas me considero uno más del montón, tampoco fui en esto ninguna excepción. El problema es que en ocasiones la realidad no acompaña, no, es más, nos empeñamos nosotros mismos en que no acompañe.
Quizá si me hubiera prodigado más en mis alocadas salidas montañeras, en aquellas aventuras salvajes en las que nos jugábamos el todo por el todo a cambio de algo tan nada como el simple disfrute de terminar vivos después de verle el fondo de los ojos a la dama negra, convertida aquella locura suicida en una forma de ganarme la vida, mi existencia habría sido como el tirabuzón de una montaña rusa, rápido rápido, aunque, con mucha probabilidad, no habría durado para contarte esto. Pero no fue así, mi deseo de salir del pozo me lo impidió, porque no era hijo de algo, sino de un don nadie presuntuoso y débil que por no saber no supo ni abandonarnos en paz, y siempre volvía con los ojos bajos y húmedos, implorándonos en silencio un perdón que nunca le dimos. Nosotros que nos moríamos por ser sus afligidos deudos, y que casi no vivíamos por las deudas, nos confabulábamos en corrillo de hermanos insomnes para programar la rebelión que nos permitiría escalar las húmedas paredes de la miseria y salir a la luz opulenta que calentaba arriba. A mí no me fue difícil, pues el azar, el destino o quizá ése de arriba al que los fieles lloran, me otorgaron un don, un favor de los cielos que yo empecé a valorar ya muy avanzado el camino, pero que me ayudó en todo momento. Y así, en mi época universitaria se me concedió una inmoderada competencia estudiantil para temas y negocios que podríamos calificar de prosaicos pero que rentaban muy bien. De modo que aprendí a navegar los cursos a veces siniestros del Derecho, y en el camino afilé mi retórica, perfilé mi capacidad de convicción y fortalecí mi musculatura intelectual. Me encantaba medirme en discusiones profesionales, en las que tumbé a más de un peso pesado de la abogacía, sufriendo a cambio sólo ligeros rasguños que después mostraba orgulloso como condecoraciones obtenidas en la gloria del combate. No necesité estudiar mucho, la Naturaleza había sido generosa, y al poco de terminar estaba enrolado en una firma de prestigio, eramos tiburones, no, mejor, dragones de las finanzas, un pequeño ejército de guerreros con superpoderes, capaces de marcar el destino de miles de congéneres con sólo tomar una pequeña decisión a la que acompañábamos apenas de dos clics y un retorno de carro. No había nada comparable a aquella sensación de poder, éramos gurús, deidades de las finanzas. Pero nada dura mucho, y a veces lo que dura es nada, y cuando no llevaba ni dos años disfrutando de una vida que a la larga hubiera podido competir exitosamente con mis desparrames aventureros de la primera juventud, llegó la crisis, y arremetiendo como un rinoceronte miope y furioso, trituró sin clemencia la fina loza de nuestra alfarería financiera. Y al polvo volvimos, el gabinete entero de cabeza al sucio suelo del trullo, acusados de desvalijar al Universo con fruición y reincidencia de propósito. De allí al poco los peces gordos salieron casi indemnes, si cabe más gordos todavía, porque la culpa negra y alevosa, el núcleo original del que se expandió la catástrofe, fue cosa sólo de nosotros, los novatos que acabábamos de llegar. Y el premio a mis loables esfuerzos de superación fue tres años de internamiento en segundo grado, inhabilitación profesional durante un lustro más, y un estigma más evidente que un hierro de ganadería puesto en la frente para el resto de mis días. Como me quedaban pocas opciones, meses después de salir terminé aceptando trabajar como pasante en un pequeño despacho dedicado a tramitar divorcios, disolver el patrimonio de los finados y otros asuntos tan divertidos como registrar patentes y defender la titularidad de los nombres comerciales frente a los de dominio en Internet. Me pasaba días enteros justificando por qué “Parasoles Gómez” establecida en 1940 por Don Pedro Gómez Gómez, debía de tener prioridad sobre “parasolesgomez.com”, registrado en 2009 por un revendedor de la Web, que esperaba con esa usurpación forrarse cuando el viejo propietario de Parasoles se jubilara y tomase las riendas su nieto, recién graduado en “Computer Sciencies” en Boca Ratón, Florida. Así que había tardes en que ni toda el agua caliente del mundo, ni las más vigorosas friegas con jabón de sosa, lograban arrancarme el tedio que se me agarraba como una sanguijuela grande y plana, me calaba con sus palpos hasta el hueso y me mataba las ganas. Y exactamente por eso decidí aquella noche bajar al Pub Lico y pillarme una monumental, prometiéndome a mí mismo arrepentimiento posterior cero. Alegría y aceptación, sí a volver a las andadas, sí a descansar poco, qué coño la vida del poeta era así, y sí a hincharme a fumar, incluso sólo tabaco. Ángel Terroso, Lico para los amigos, regentaba aquel tuguriete astroso como si fuera el local de guateques de una panda de hippies trasnochados de los setenta. Luces de poca intensidad pero de colores rabiosos, música lisérgica, cortinones y moqueta pringosa con motivos pictóricos surrealistas, configuraban un antro de primera donde yo me dejaba caer cuando ya no aguantaba más. Y el tratamiento solía ser efectivo. Primero calentaba con algo de cerveza, eso sí nada de coronitas o sandicitas, sino unas cuantas jarras de abadía. Me encanta su aroma, su densidad opulenta, la rotundidad con la que caen por mi seca garganta, lo increíble que es sentir bien pronto los higadillos bailando un chachachá tan lindo, y en nada los problemas a tomar por saco. Pues no sabían nada los monjes aquellos. Una vez calentadas las amígdalas ya me tiraba por algo serio, ron, bien añejo, tostado, solo. Al tercer o cuarto trago volvía a ver la playa, el beso sangriento de mar y horizonte, las largas palmeras tumbadas con sus hojas salpicadas de blanco, y al empezar el segundo golpe, o a veces incluso antes, sentía de nuevo su cuerpo perfecto y nuestra necesidad, tensa y urgente, que desordenaba el paciente trabajo de las olas. Tres noches como tres eternas edades, y su recuerdo agridulce y silvestre en cada neurona, en la piel, en el olfato la lengua y el sexo, y después huérfano de todo, roto el cordón de plata, incapaz de reaccionar, incrédulo y torpe, cuando mi avión volaba de vuelta al hogar del desconsuelo.