jueves, 14 de agosto de 2014

HACIA EL FINAL DE TODO

El anciano mira hacia el suelo, es capaz de permanecer horas así, sentado en la vieja mecedora, en lo que aparenta ser profunda tranquilidad, en un rincón, a la sombra del árbol de fuego, en el fresco de la mañana o al calor de la tarde. Junto a él, de pie, un hombre de mediana edad que sostiene una bicicleta de montaña.
–Hoy he subido con la bicicleta a la Atalaya de la Umbría. ¿Sabes cuál es, la de la caseta de vigilancia de incendios? ¿Recuerdas?
–No, … no me acuerdo – dice el viejo con un hilo de voz.
–Sí hombre, la montaña que hay a la izquierda según se va desde Fuente Nueva a Orce.
–Ah, ahora, sí, creo que sí.


– ¿La caseta …?
– Sí, allí suben, vigilan los fuegos, sí.
–Ven, anda, levanta que te la enseño, se ve allí, detrás del arbusto. Está precioso el campo a esta hora de la mañana.
–No, no puedo.
–¿Cómo que no puedes? ¿Es que has dejado de pronto de poder andar?
– Que no puedo. Déjame.
El hombre más joven se acerca al anciano. Mira con detenimiento y ternura en el fondo de sus ojos esquivos. Con voz suave y calmada le pide – Venga, dame la mano, por favor –. Pero el viejecillo cruza los brazos con ademán nervioso y se encoje en la mecedora. Es un niño chiquito con rostro agrietado y pelo blanco, retrepado en su silleta infantil, cerrado en sí mismo, tan delgado, frágil como una vara fina de madera comida por la termita. El hombre lo coge con cuidado por los hombros, gira tras la mecedora y pone las manos bajo sus axilas, luego con un movimiento suave lo levanta prácticamente en vilo, hasta que el anciano estira las piernas para apoyarlas en el suelo. A su lado el joven, que no es corpulento, parece un gigante, le ha echado el brazo sobre el hombro y con la otra mano lo sujeta con firmeza.
– Anda conmigo. ¿Sabes? Desde la Atalaya vi alzar el vuelo a un montón de buitres. Seguramente acababan de atiborrarse de algún triste cadáver, pero volaban sin esfuerzo, aprovechando la fresca brisa de esta mañana, con una gracia infinita. Dura pero bella. ¿Verdad? La vida, digo.
– No sé –balbucea el viejito.
– Hay belleza, joder. Hay una belleza enorme, está ahí para nosotros, para que la disfrutemos, sólo tenemos que dejar que entre en nosotros, por los ojos, oídos, piel … sólo aceptar y relajarnos.
– No puedo.
– No hay nada que poder, sólo dejarse. ¿O sólo sabes decir no puedo?
– No sé, déjame. ¡Suéltame! – Ahora sí grita el anciano, con voz muy aguda y nasal.
– Yo sólo quiero acompañarte, ofrecerte un poco de lo que tú y yo no nos hemos dado nunca, cariño, ternura. No me lo rechaces, no rechaces la calidez de los que te queremos, no renuncies a nuestra ayuda, estamos contigo, para ayudarte. ¿Es que no lo ves? Deseamos acompañarte en lo que sea que te quede. Pero, por favor, déjate.
– No puedo, no puedo, no puedo –lloriquea el viejo. El más joven le ayuda a volver al asiento. El anciano va arrastrando los pies, encorvado, tembloroso, hasta sentarse en un ademán final, casi espasmódico, como de triste insecto enredado en una tela de araña.
– Mátame, te lo suplico, mátame –implora. –No hay remedio, no, no puedo hacer nada.
– ¿Pero qué dices? Por favor, por favor.
El hombre más joven se yergue, mira hacia el horizonte, las montañas al fondo, los campos ya cosechados, el pequeño pueblo. Siente en el rostro la brisa que hace cantar los árboles, oye unos ladridos lejanos, y cierra los ojos un momento. Nadie diría que ora, pero eso es lo único que le queda.

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