jueves, 19 de junio de 2014

BERTA

Porque allí estaba Berta, y yo vivía por y para Berta, aunque por entonces dudaba de que ella recordara siquiera mi nombre completo, y mucho menos cuál era mi película preferida, o los olores que me llevaban de vuelta a la infancia primera, o cómo disfrutaba los veranos en el remanso del arroyo al final de nuestro barrio. Y claro que yo sí que conocía eso y mucho más de Berta, lo evidente y lo que ella ocultaba celosamente, entre los pliegues cálidos de su historia de chica buena de familia bien. Así que seguí insistiendo, y me vi todas las películas que pude de galanes hermosos que sonreían con aplomo mientras le hacían el amor a sonrosadas bellezas rubias, y sonreía a Berta en clase, y lo hacía cuando la profesora de historia intentaba pillarme con sus preguntas hurañas de hembra desecada y huérfana de amor, y cuando iba a comprar leche recién ordeñada y pan moreno al colmado del bulevar central, y mientras me sentaba y orinaba en el baño del primer piso, siempre al llegar por la tarde temprano, y me miraba en todos los espejos sonriendo, cada vez más a gusto con mis progresos, porque notaba que los hombros me pesaban menos y como que flotaba al andar. Y madre también sonreía cuando yo lo hacía, aunque por dentro llorase a padre, que de haberme visto seguramente también habría sonreído con su boca de agua y sus ojos como de pez abisal, muy abiertos e iluminando de rojo las paredes metálicas donde se adherían pequeños moluscos grises. Y el día en que decidí decírselo tenía la seguridad de que me contestaría con un sí grande y rotundo. Me había levantado pronto, cuidando de pisar primero con el derecho, buscando con temor no fuera a ser que me cruzara con Sombra, el gato siniestro de la vecina del treinta y tres. Pero hubo suerte y las galletitas de la fortuna me vaticinaron una jornada gloriosa, de eso no tuve la menor duda, aunque no puedo dar detalles porque la inscripción estaba en chino, creo. Y después de tirarle a mi madre en toda la cara la sal que me sobró de la tostada (siempre le he dicho que no me espíe por encima del hombro cuando estoy haciendo algo), toqué madera y encomendándome al santoral completo salí de casa y cogí la veredita breve que llevaba hasta la suya. Aguardé un poco mientras recomponía mi atuendo, escogido a conciencia para la ocasión, y recuperaba el aliento, para poder sonreír con naturalidad. Busqué el timbre entre las ramas del arriate de buganvillas que medio ocultaba la entrada de su casa, y me pinché con las afiladas espinas cuando quise alcanzar la graciosa campanita de latón. Sonriendo mientras chupaba las gotitas de sangre, golpeé lentamente la madera oscura y, tras aguardar como media vida, abrieron la puerta. Era ella, y sonriendo como todos los galanes de Hollywood juntos le dije: te amo Berta, ¿quieres venir conmigo? Y ella, mirándome con esa carita de niña buena de familia bien, me respondió ¿a dónde, Laura?

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